Si Irán decidiera cerrarlo, el planeta no entraría en guerra… pero sí en pánico porque no hay nada más cobarde y miedoso que el dinero. Pero la verdadera pregunta es si Irán pueda cerrarlo, tenga esa capacidad, porque de querer, seguramente quiera.
Por Abel Flores
Imaginen una autopista de un solo canal por donde circula, sin pausa ni margen de error, casi un tercio del petróleo que mueve la economía global. No es un túnel secreto ni un oleoducto de ciencia ficción: es el Estrecho de Ormuz, una franja de apenas 39 kilómetros de ancho, entre Irán y Omán, que separa el Golfo Pérsico del resto del planeta. Casi 21 millones de barriles de crudo cruzan cada día por esa rendija estratégica, lo que convierte a esta región en una especie de garganta energética del mundo. Y, como toda garganta, si se aprieta, el cuerpo se asfixia.
La pregunta no es si Irán podría cerrarlo. La pregunta es cuándo, cómo, por cuánto tiempo… y qué tan fuerte temblaría el mundo.
Ormuz: el nudo que sostiene el cuello del mundo
Cuando se hable del próximo colapso energético global —porque va a ocurrir, la duda es cuándo— habrá que recordar que todo comenzó con una línea de agua de apenas 39 kilómetros. Una franja angosta, calurosa, estrecha, conocida en los manuales como Estrecho de Ormuz, pero en realidad debería llamarse como lo que es: el cuello de botella por donde respira el sistema financiero global. La trampa geográfica más perfecta que haya producido la geopolítica contemporánea. Y lo más grave: Irán tiene la llave.
Para cualquier economista, diplomático o analista de defensa, no hay nada nuevo en esta advertencia. Se ha repetido hasta el cansancio. El 20% del petróleo que circula en el planeta —sí, uno de cada cinco barriles— pasa todos los días por esa garganta ubicada entre Irán y Omán. La estadística es tan grotesca que ya dejó de impresionar. Pero hay una diferencia entre saberlo y entender lo que significa: que basta con que un misil, una amenaza creíble, o incluso un buque mal posicionado en las coordenadas correctas, interrumpa esa circulación, para que los mercados del mundo entren en pánico. Y cuando el petróleo entra en pánico, el mundo entero se arrodilla.
Lo han dicho miles de veces desde los pasillos de Washington hasta las redacciones de Londres y Bruselas: si Irán decide cerrar el estrecho —por completo o solo parcialmente— no estallará una guerra inmediata, pero sí un efecto dominó. Y no de esos elegantes, donde las piezas caen una tras otra como en un ballet de madera. No. Será una reacción en cadena sin coreografía: pánico bursátil, colapso del transporte marítimo, especulación de futuros, inflación disparada, cortes de energía en Asia, subsidios insostenibles en Europa, crisis de confianza global y, como postre, conflictos armados indirectos en múltiples frentes del mapa. Todo, por un trozo de agua.
Irán lo sabe. Estados Unidos también. La diferencia es que mientras uno vive en esa esquina del mundo y la domina desde hace décadas con buques, milicias aliadas y misiles tierra-mar, el otro pretende vigilarla desde portaaviones cada vez más costosos, más lentos y más impopulares en el Congreso. En la práctica, el Pentágono no tiene una respuesta rápida para una acción quirúrgica en Ormuz. Tiene poder disuasivo, sí. Pero el daño ya estaría hecho antes de que lleguen los drones. Porque lo que produce el colapso no es el bloqueo en sí, sino su anuncio.
Y es ahí donde entra el juego psicológico que Irán viene perfeccionando desde hace décadas. No necesita cerrar el paso. Basta con dejar entrever que podría hacerlo. Mostrar músculo, elevar el tono, activar una lancha rápida, colocar minas flotantes cerca de la ruta petrolera, acusar a Occidente de provocación. Lo ha hecho antes y lo volverá a hacer. La amenaza es más rentable que la acción. Y más barata también.
La historia reciente está plagada de estos episodios. En 2019, cuando Trump intensificó las sanciones a Teherán, el estrecho fue escenario de sabotajes, drones derribados y ataques misteriosos a buques cisterna. Las cámaras lo registraron, las aseguradoras duplicaron sus tarifas, el Brent subió 4 dólares en un solo día, y la comunidad internacional se quedó —como siempre— en la fase de las “condenas”. El resultado fue claro: Irán entendió que no necesita ganar la guerra para controlar el juego. Solo necesita agitar las aguas en la zona más estrecha de la diplomacia global.
Lo más cínico —y a la vez más realista— es que ningún país quiere el cierre total del estrecho. Ni siquiera Irán, que también exporta petróleo por ahí. Pero todos lo usan como ficha de presión. Las monarquías del Golfo lo temen, China lo monitorea en silencio, Rusia lo aprovecha como distracción, y Europa… bueno, Europa lo mira con la misma torpeza con la que observa cada conflicto del Medio Oriente: con moralinas suaves y dependencia energética estructural.
Pero el riesgo no es solo físico. Es logístico. Porque el Estrecho de Ormuz no solo canaliza petróleo, también gas natural licuado, sobre todo desde Qatar, otro socio volátil pero funcional en el ajedrez energético. Y eso conecta directamente con los intereses de Asia: Japón, Corea del Sur, India y China dependen —literalmente— de ese estrecho para iluminar sus ciudades y mover sus industrias. En otras palabras, Ormuz es el punto donde se cruzan el calor del Golfo y la economía del Pacífico. El lugar donde la geografía sigue siendo más poderosa que cualquier tratado comercial.
A pesar de las rutas alternativas y los oleoductos terrestres, ninguna opción iguala en volumen, seguridad y velocidad al paso por Ormuz. Y eso, en una economía que vive de la inmediatez, no es un detalle menor. Los stocks estratégicos de crudo —como los que guarda Estados Unidos— solo sirven para calmar los titulares. No para sostener una crisis prolongada.
Y si todo esto ya parece grave, hay que añadirle el nuevo contexto. El conflicto en Gaza, el rearme de Hezbollah en Líbano, los ataques hutíes a buques en el Mar Rojo, el colapso político de Irak, la guerra en Ucrania, la presión sobre Taiwán, la radicalización de la ultraderecha europea y el inminente regreso del trumpismo a la Casa Blanca. Un tablero así, con tantas piezas sueltas, hace que cualquier movimiento en Ormuz no se lea como un hecho aislado, sino como una ficha más en la partida del desorden global.
Ormuz es el ejemplo perfecto de cómo un accidente geográfico se transforma en un epicentro de poder. Un corredor que no puede cerrarse, pero que nunca termina de estar abierto del todo. Un punto donde se cruzan los barcos, los misiles, los mercados y las miserias de una humanidad que sigue creyendo que el petróleo es solo una materia prima. No lo es. Es un instrumento de chantaje con olor a gasolina. Y mientras la economía siga moviéndose con crudo, el Estrecho de Ormuz será el dedo en el gatillo de la estabilidad mundial.
Petróleo, pólvora y paranoias
El 20% del petróleo mundial pasa por Ormuz. Arabia Saudita, Irak, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Qatar… todos dependen de este corredor marítimo para exportar su oro negro. Pero también lo hacen economías que, en teoría, están a miles de kilómetros: China, India, Japón, Corea del Sur. Un cierre —temporal o parcial— no sería solo un problema local: significaría una crisis logística global.
Cada vez que hay tensión entre Washington y Teherán, las aseguradoras navieras tiemblan, los mercados se aceleran y las velas de los petroleros se inflan de incertidumbre. Y no es paranoia. En 2019, Irán ya había amenazado con bloquear Ormuz como represalia a las sanciones estadounidenses. Incluso se produjeron ataques a buques cisterna. ¿Resultado? El precio del barril Brent saltó como si le hubieran encendido la mecha.
La geografía como arma
Irán no necesita cerrar el estrecho con una flota de guerra. Le basta con su posición privilegiada y con algunos misiles tierra-mar de medio alcance. Desde la costa iraní hasta la mitad del estrecho hay apenas 20 kilómetros. Bastaría con minarlo, desplegar lanchas rápidas o simplemente advertir a los buques que no pasen. No es la fuerza, es la amenaza.
¿Puede Estados Unidos impedirlo? Tal vez. ¿Puede reaccionar rápido? Lo dudo. ¿Puede evitar el impacto económico de solo intentarlo? Definitivamente, no. Basta que suba el miedo para que suba el precio del barril. Así funciona el mercado: no cotiza realidades, cotiza temores.
El Talón de Aquiles de la globalización
Este estrecho no solo transporta petróleo. También es el pasillo obligado para gas natural licuado, sobre todo desde Qatar. Es decir, no hablamos solo de coches o industrias, sino también de calefacción, electricidad y cocina. ¿Cómo afectaría el cierre a Europa? Directamente, poco. ¿Indirectamente? Muchísimo. Porque si Asia se ve obligada a redireccionar sus compras energéticas, entrará a competir con Europa por otros proveedores. El efecto dominó está garantizado.
Y aquí entra en juego el llamado “riesgo sistémico”: basta una disrupción para que el sistema entero empiece a fallar como un dominó maldito. Las rutas alternativas —oleoductos, cargamentos por tierra, almacenamiento estratégico— no alcanzarían ni en volumen ni en velocidad. El mundo necesita Ormuz abierto. Y Teherán lo sabe.
Geopolítica del ahogo
El Estrecho de Ormuz es más que una vía marítima: es un rehén geopolítico. Un rehén que Irán no necesita matar para sacar provecho. Solo mostrar el cuchillo. Si las tensiones escalan en Medio Oriente —como ya ocurre con el conflicto en Gaza, la creciente hostilidad con Israel y los movimientos de las milicias chiitas—, cualquier chispa puede incendiar el canal.
El mundo juega a la ruleta rusa con el estrecho como tambor. Y mientras los líderes de las potencias se reparten sanciones y amenazas, el planeta sigue girando… sobre un barril de petróleo, con una mecha cada vez más corta.
En el fondo, nadie quiere el cierre de Ormuz. Ni Irán, que también exporta por ahí; ni Occidente, que depende de su fluidez; ni China, que observa con pragmatismo sus rutas comerciales. Pero todos juegan a tensar la cuerda sin que se rompa. Hasta que un día, claro, se rompe.
Porque lo que se juega en Ormuz no es solo petróleo. Es el límite mismo de la interdependencia global. Y como en toda relación tóxica: nadie quiere separarse, pero todos saben que con una sola palabra… se desata el caos.