Por Abel Flores
En el siglo XIII, cuando Europa aún sangraba por las heridas del fanatismo cruzado y la Santa Inquisición apenas comenzaba a afilar su retórica de hierro, un emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, llamado Federico II de Hohenstaufen, decidió llevar la curiosidad científica más allá del límite de lo ético. La historia que sigue no está en los libros escolares. No porque sea falsa, sino porque revela una verdad incómoda sobre el poder, la ciencia y el alma humana.
Federico II, monarca culto, políglota, protegido de filósofos y traductor del árabe al latín, impulsó uno de los primeros experimentos lingüísticos documentados de la historia occidental. Su pregunta era tan antigua como la civilización misma: ¿cuál es el idioma original del ser humano? ¿El hebreo, el griego, el árabe, el latín? ¿O acaso hay un lenguaje innato, puro, no contaminado por la cultura o la crianza?
Para encontrar la respuesta, Federico diseñó un experimento sin precedentes… y sin alma. Tomó a un grupo de recién nacidos, huérfanos o entregados al Estado, y los encerró en total aislamiento verbal. Las nodrizas y cuidadores tenían prohibido hablarles, cantarles o interactuar más allá del mínimo contacto físico para su alimentación y limpieza. La hipótesis del emperador era que, al crecer sin influencia externa, los niños comenzarían a hablar espontáneamente en el idioma divino. Tal vez hebreo, si la Biblia tenía razón. Tal vez griego, si Homero precedía a Moisés.
Lo que ocurrió fue más oscuro que cualquier posibilidad filológica. Ninguno de los niños habló. Ninguno pronunció palabra. Todos murieron.
“Los niños no podían vivir sin palmadas, gestos alegres o palabras de ternura”, escribió Fra Salimbene de Parma, un monje franciscano que documentó el experimento décadas después. Murieron, simplemente, de silencio.
Una corona de hierro y una mente científica
Federico II no era un ignorante medieval más. Fue emperador, pero también erudito. Amaba los animales, la filosofía árabe, y promovía el pensamiento racional. Se carteaba con sabios musulmanes, protegía a médicos judíos, y desconfiaba de los dogmas religiosos. Es el mismo que escribió De Arte Venandi cum Avibus, un tratado sobre la cetrería que incluía observaciones etológicas adelantadas a su tiempo.
Sin embargo, la paradoja es brutal: este promotor del saber recurrió a una forma primitiva de tortura para buscar conocimiento. Lo que hoy llamaríamos un crimen de lesa humanidad fue, en su lógica, un “experimento empírico”.
Y ahí está el nudo del problema: cuando el poder se disfraza de ciencia, pero olvida a la ética, se convierte en barbarie.
Ciencia sin conciencia: un precedente siniestro
El caso de Federico II no es único, pero sí pionero. Siglos después, psicólogos conductistas como Watson o Skinner también trataron de moldear la mente humana como si fuera arcilla. En el siglo XX, la historia repetiría su cruel experimento con los bebés del nazismo, de los orfanatos soviéticos o los criaderos de recién nacidos en Rumanía. En todos ellos, el resultado fue idéntico: sin afecto, no hay lenguaje. Sin amor, no hay vida.
Federico quería descubrir el idioma original. Lo que encontró fue una ley universal: el ser humano no solo necesita comida, sino contacto. La voz no es solo un vehículo de sentido, sino una caricia.
¿Y si los bebés hubieran hablado?
Hay quienes aún fantasean con la idea de que, si hubieran sobrevivido, los niños encerrados por Federico podrían haber hablado en lenguas muertas, o incluso en un proto-lenguaje divino. Esos relatos rozan el delirio místico. Pero lo que nos queda no es una utopía lingüística, sino una advertencia: todo conocimiento que desprecia la vida termina devorándose a sí mismo.
En tiempos donde la Inteligencia Artificial aprende a hablar con nosotros más rápido que un bebé, conviene recordar lo esencial. El lenguaje no nace del aislamiento. Nace de la relación. De los brazos que acunan. De las palabras que se repiten con amor. De las miradas que dicen más que mil idiomas.
Federico II, el emperador-filósofo, murió en 1250. Su experimento, sin embargo, aún resuena como una herida abierta. No por lo que logró, sino por lo que reveló: que el ansia de saber, sin corazón, puede convertirse en el idioma más cruel de todos.
Cuando el silencio mata: el experimento lingüístico del emperador que quiso escuchar a Dios
En los anales de la historia occidental hay locuras que se convirtieron en imperios, herejías que fundaron religiones y delirios científicos que —en nombre de la razón— crucificaron la vida. El emperador Federico II de Hohenstaufen no fue un tirano cualquiera: fue un intelectual coronado, un políglota obsesionado con el conocimiento, un hereje con biblioteca propia… y un visionario tan despiadado que quiso descubrir el idioma de Dios usando como laboratorio la vida de recién nacidos.
No es un mito. Es un hecho documentado por cronistas franciscanos del siglo XIII, entre ellos Salimbene de Parma, quien dejó constancia de uno de los episodios más oscuros del pensamiento medieval: el experimento del “lenguaje original”. El experimento que mató por silencio.
Federico II (1194–1250) no era cualquier rey medieval. Nacido en Sicilia, criado entre cortes musulmanas, educado por sabios judíos y arabistas, hablaba al menos seis idiomas y se rodeó de científicos, astrónomos y poetas. El Vaticano lo odiaba más por culto que por infiel. Lo excomulgaron dos veces. Fue apodado Stupor Mundi (el asombro del mundo) y no por adulación cortesana, sino por lo que provocaba su mente: brillante, escéptica, temida.
Pero detrás de ese humanismo adelantado había también una pulsión perversa: la obsesión por descifrar el origen del lenguaje humano. ¿Qué idioma hablaría un ser humano que no hubiera escuchado nunca a otro ser humano? ¿Cuál es la lengua natural del alma? ¿El hebreo, como creían los escolásticos? ¿El griego, como pensaban los filósofos bizantinos? ¿O acaso una lengua extinta anterior al tiempo?
El laboratorio fue un orfanato sin voz
La hipótesis era simple y brutal: si un grupo de bebés era criado sin contacto verbal, su primera palabra sería el idioma de Dios.
Así que Federico —en uno de los arranques más sádicos de la historia científica— ordenó aislar a varios infantes. Las nodrizas solo debían alimentarlos y asearlos. Tenían prohibido hablarles, mecerlos, cantarles, incluso mirarlos con afecto. Todo estímulo debía ser eliminado. Silencio total. Ni siquiera una sonrisa.
No se buscaba enseñarles nada. Se buscaba, precisamente, no enseñarles nada. La ciencia medieval era cruel, pero lógica: si la lengua es innata, emergerá sola.
No emergió nada.
Los bebés murieron. Uno a uno. De inanición emocional, de abandono afectivo, de desolación biológica. Murieron no por hambre, sino por no escuchar una voz humana. Ni hebreo, ni griego, ni arameo: lo que hablaron fue el lenguaje del llanto interrumpido. Lo que aprendieron fue que sin amor, la vida es inviable.
Ciencia sin alma, religión sin piedad
No hay muchos experimentos tan abominables en la historia lingüística. Ni siquiera los laboratorios nazis llegaron a formalizar algo así. Lo irónico es que este horror no fue ejecutado por un bárbaro, sino por un intelectual. Un rey amante de la filosofía árabe, que citaba a Aristóteles, que creía en la razón… pero que olvidó el detalle más elemental: los seres humanos no somos cobayos con cuerdas vocales.
El experimento de Federico II anticipa —por siglos— debates que hoy siguen vigentes: ¿el lenguaje es aprendido o biológico? ¿Qué es más fuerte: la naturaleza o la cultura? ¿Y hasta qué punto la búsqueda del conocimiento justifica la crueldad?
Federico quería responder una pregunta metafísica, y en cambio dejó una lección clínica: sin contacto humano, el lenguaje no nace. La palabra no es solo un código. Es una necesidad vital. Los bebés encerrados no descubrieron el idioma original. Nos lo recordaron: sin afecto, no hay lenguaje posible.
Ecos del horror en la ciencia moderna
Tal vez este emperador del siglo XIII fue el primer “cientificista” moderno: aquel que usa la lógica como bisturí para diseccionar la ética. Hoy, sus herederos no visten túnicas, sino batas de laboratorio o trajes de Silicon Valley. Los experimentos no son con bebés, sino con algoritmos que simulan lenguaje, empatía, amor.
Pero el principio es el mismo: buscar la pureza de un lenguaje sin contaminarlo de humanidad. Y ese afán nos conduce —una y otra vez— al mismo abismo: cuando la ciencia mata la compasión, lo único que nace es el silencio.
Federico II murió en 1250, perseguido por la Iglesia, admirado por los sabios, y —según algunos rumores— envenenado por su propio círculo. Nunca encontró el idioma de Dios. Pero nos dejó claro cuál no lo es: el lenguaje sin amor.
Y si alguna vez existió una lengua divina, probablemente no era hablada. Era cantada al oído de un recién nacido. Por una madre que no sabía de ciencia, pero sí de ternura.