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    Los cristianismos derrotados: cuando la fe era una guerra interna

    El cristianismo en el siglo IV no nació como una religión. Fue, desde el comienzo, una disputa por el poder. ¿Qué hubiera pasado si hubieran ganado los otros? ¿Si la Iglesia no hubiera adoptado la lógica romana del poder vertical, sino la lógica gnóstica del conocimiento horizontal? ¿Si María Magdalena hubiera sido reconocida como apóstol? ¿Si el Evangelio de Tomás, que no menciona ni cruz ni resurrección, hubiera sido canónico?

    Por Abel Flores

    A lo largo de más de dos mil años, la historia cristiana ha sido contada por sus vencedores: obispos, emperadores, teólogos con cargo fijo y papas con espada. El resto –las herejías, los “errores”, los grupos marginales, los evangelios apócrifos, las mujeres predicadoras, los dioses rebeldes, los Mesías derrotados– fue arrastrado al silencio.

    Ese es el punto de partida del libro Los cristianismos derrotados, del filólogo, historiador y hereje ilustrado Antonio Piñero. Una obra incómoda que no busca escándalo sino precisión: desarma los relatos oficiales del cristianismo primitivo, los compara con las fuentes gnósticas, ebionitas, docetistas y marcionitas, y demuestra con método lo que muchos sospechan con intuición: que la ortodoxia fue una invención política, no una revelación divina.

    Y que Jesús, el de Nazaret, habría sido el primero en ser expulsado de su propia Iglesia.

    Piñero no escribe desde el resentimiento, sino desde el dato. Su tesis es directa: no hubo un solo cristianismo original, sino muchos. En plural. Y fueron los menos violentos los que perdieron.

    Desde el siglo I, existieron corrientes profundamente diferentes entre sí: unos veían a Jesús como humano inspirado por Dios (ebionitas), otros como un ente divino que jamás pisó la Tierra (docetistas). Algunos rechazaban al Dios del Antiguo Testamento por cruel y vengativo (marcionitas); otros afirmaban que la salvación solo llegaba por conocimiento interior, no por cruz ni resurrección (gnósticos).La Iglesia imperial los calificó de “herejes”. El libro de Piñero los llama por su nombre: voces silenciadas. La herejía, en realidad, era pensar diferente antes de que existiera el catecismo.

    Lo más incómodo del libro es su arqueología institucional. El autor demuestra cómo, en los siglos II y III, la corriente que luego sería conocida como “catolicismo” comienza a ganar terreno, no por superioridad espiritual, sino por organización burocrática, alianzas geoestratégicas y un trabajo sistemático de censura documental.

    Con el ascenso de Constantino y el Concilio de Nicea (año 325), el cristianismo se transforma en una estructura de poder armado con dogmas. Se decide qué evangelios son “inspirados” y cuáles serán destruidos. Se redacta un credo. Se institucionaliza la fe, se reglamenta la salvación y se empieza a castigar la diferencia.

    “La religión de los mártires pasó a ser la religión de los verdugos”, resume Piñero con una ironía que duele.

    Hay momentos del libro que parecen ciencia ficción histórica. Por ejemplo, cuando se analiza el Evangelio de Tomás: allí, Jesús no muere ni resucita, solo enseña. O el de María Magdalena, donde la mujer no solo es discípula, sino líder. O el de Felipe, que directamente desmantela toda estructura jerárquica.

    ¿Y si esas versiones hubieran sido las dominantes? ¿Cómo sería hoy la Iglesia? ¿Y si en vez de Vaticano tuviéramos círculos comunitarios sin jerarquías? ¿Y si la salvación no fuera por cruz ni culpa, sino por conocimiento interior?

    Lo que plantea Piñero no es solo una revisión histórica, sino una posibilidad: que el cristianismo pudo haber sido otra cosa. Que su forma actual no fue inevitable, sino resultado de una victoria militar en el campo de las ideas.

    La obra de Piñero no es teológica. Es histórica. No busca convertir ni ateizar. Busca recordar que la historia de las religiones está escrita con tachones.

    En una época donde los populismos religiosos resurgen, y donde la ortodoxia vuelve a disfrazarse de moral eterna, recuperar a los “cristianismos derrotados” no es un ejercicio académico. Es un acto político. Una forma de recordar que la disidencia espiritual existió antes del Vaticano, y que la fe, como el poder, también tiene sus víctimas.

    Si Dios escribió su historia a través de hombres, entonces los hombres también editaron a Dios.

    Los cristianismos derrotados: el Evangelio según los que perdieron

    No fue Dios quien eligió a la Iglesia. Fue el Imperio.

    Hubo un tiempo en que ser cristiano era una forma de resistencia. Antes de las sotanas, antes del Vaticano, antes de las coronas y las cruzadas. Hubo un tiempo en que no existía una sola forma de creer en Jesús. Ni siquiera una sola forma de escribir sobre él. Lo que hoy llamamos “Iglesia” fue, en sus orígenes, una de muchas versiones posibles. Una facción. Un bando. Una hipótesis. Y ganó la guerra.

    Ese es el pecado original que denuncia Antonio Piñero en Los cristianismos derrotados. Y lo hace sin necesidad de herejías ni sermones. Solo con historia. Con documentos. Con restos arqueológicos, textos olvidados y una advertencia brutal: el cristianismo que sobrevivió no fue el más verdadero. Fue el más violento.

    Ganó el que tenía emperador

    Lo que Piñero demuestra –con precisión filológica y rabia contenida– es que durante los primeros tres siglos después de Jesús existieron muchos cristianismos. Al estilo de los partidos políticos en campaña: todos peleando por interpretar un mismo mensaje, cada uno con su propio evangelio, su propio líder y su propia visión del mundo.

    Estaban los ebionitas, que creían en un Jesús humano y judío. Los marcionitas, que rechazaban al Dios cruel del Antiguo Testamento. Los gnósticos, que predicaban la salvación a través del conocimiento interior. Los docetistas, que aseguraban que Jesús jamás tuvo cuerpo físico y que todo fue una ilusión. Una performance divina.

    Y claro, estaban los proto-católicos: jerárquicos, autoritarios, obsesionados con el control doctrinal y, sobre todo, con la burocracia. Tenían obispos. Tenían cartas. Tenían mártires. Y eventualmente, tuvieron a Constantino.

    El resto fue historia. O más bien, suprimida de la historia.

    La herejía como derrota política

    Decidir qué es ortodoxia y qué es herejía fue un acto de poder, no de revelación. Un comité de hombres eligió qué libros eran inspirados y cuáles eran peligrosos. Quemaron escritos. Persiguieron ideas. Condenaron a comunidades enteras. A María Magdalena la degradaron a prostituta. A los gnósticos los borraron del mapa. A las mujeres les retiraron la palabra. La fe dejó de ser un camino y se convirtió en una frontera.

    Piñero lo explica con serenidad, pero la conclusión arde: “No hubo una única verdad. Lo que hubo fue una verdad vencedora.”

    Y como toda victoria imperial, se construyó a través de la violencia simbólica: se impuso un canon, se eliminó la diversidad, se redactó un credo con puntos y comas. De ahí en adelante, dudar era traición. Y en nombre de la verdad, se mató mucho.

    El Jesús que ya no cabe en su propia Iglesia

    ¿Qué hubiera pasado si hubieran ganado los otros? ¿Si la Iglesia no hubiera adoptado la lógica romana del poder vertical, sino la lógica gnóstica del conocimiento horizontal? ¿Si María Magdalena hubiera sido reconocida como apóstol? ¿Si el Evangelio de Tomás, que no menciona ni cruz ni resurrección, hubiera sido canónico?

    La respuesta no está en el cielo. Está en los archivos. Los cristianismos derrotados no es un libro sobre religión. Es un libro sobre memoria. Y sobre cómo la historia oficial se fabrica a fuerza de silencios.

    Piñero no propone una nueva fe. Propone algo más inquietante: que el cristianismo actual no es la religión de Jesús, sino la religión de sus censores.

    El hereje futuro será el que recuerde

    Vivimos en un tiempo donde lo sagrado se recicla, pero no se piensa. Donde se predica mucho y se investiga poco. Donde el dogma es trending topic, pero la historia es invisible. Por eso libros como este molestan. Porque devuelven a la luz lo que los concilios enterraron.

    Lo que Piñero hace es dar voz a los que perdieron. Y al hacerlo, desactiva el mito fundacional del cristianismo: que hubo una sola fe, una sola verdad, un solo camino.

    No. Hubo muchos caminos. Y solo uno fue asfaltado por el Imperio.

    Abel Flores
    Abel Floreshttp://codigoabel.com
    Journalist, analyst, and researcher with a particular focus on geopolitics, economics, sports, and phenomena that defy conventional logic. Through Código Abel, I merge my work experience of more than two decades in various journalistic sources with my personal interests and tastes, aiming to offer a unique vision of the world. My work is based on critical analysis, fact-checking, and the exploration of connections that often go unnoticed in traditional media.

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